Saturday, August 28, 2010

Serotonina, dopamina y noradrenalina

No había sonrisas en los rostros de las manchas de humedad que regalaba el techo, y la inmobilidad sobre el colchón tomaba rumbo de crisálida, solo que sin futuro de mariposa. Pero claro, cuando la procesión interna es tan intensa la faceta de calavera se olvida por completo, se olvida el cuerpo en un cajón y los enjambres de pensares se reproducen en las sienes.
Una simple demostración de que el tiempo era un juego de ping pong. Pasado, presente y futuro iban y venían constantemente, a modo de imágenes recreadas con los tintes que colorea el momento. Pero ese fotograma se detuvo en su cabeza, y el film que había repasado millares de escenas se tildó solo en un minuto, en el segundo donde aquella imagen simple cobraba otro valor.
El ceño se fruncía mientras pensaba en su edad en aquel momento, algunas certezas le brindaba recordar el anaranjado de las columnas, que se mantenían aun erguidas, en años previos a la refacción. 6 o 7 se debatía su cabeza, pero este solo era un dato menor y previo a desglosar el valor simbólico de aquel momento, que se mantenía guardado bajo llave y nunca había visto la luz.
La remera salpicada había sido el disparador de esas risas explosivas, que entre más saben mejor y vienen con una pizca de vainilla si quienes ríen realmente se aman. El hojaldre se caía salpicando el césped, suavemente como brillos para el blues de las hormigas y el sabor del membrillo se entrelazaba con los ojos de su madre, que lo tomaba de la mano. El termo violeta y blanco, de leche chocolatada fue ocurrencia de su padre, y el deleite del hermano, que manchaba sus comisuras entre gestos y carcajadas. Como olvidar el momento en que el sol regaló el silencio y a modo de jilgueros que contemplan, recibieron aquel tibio atardecer, que era amor, sueños y porvenires, amalgama eterna del sentir almibarado, luz, poesía.
Y en ese instante, cuando el gorrión que volaba por el cuarto se posó en su cerebro, decidió levantarse, abandonar el cubículo que lo apresaba y las manchas de humedad, los paquetes de tantas cosas fritas y sus cuatro coca colas diarias. Un horizonte se había divisado, un pequeño brillo que lo llevaba a caminar hacia el cajón de la alcancía y apoderarse de los veinte pesos que le permitirían cumplir su única meta, aquello ínfimo por lo cual hoy deseaba seguir en pie.
Abrió la puerta sin recordar el clima que le esperaba afuera, y el tiempo que se había encontrado recluido. Caminó hacia la ferretería de Osvaldo, un viejo señor de tez morocha y mate en mano, que cargaba sobre sus espaldas casi la misma cantidad de años que variedades de tuercas y tornillos. Cuatro metros de soga, y unos 20 clavos fueron su compra apresurada, continuada de un trote eufórico de las cinco de la tarde. El viejo martillo de mango rojo no se hacia divisar, pero tras unos 15 minutos, él y las maderas de aquella estantería que alguna vez había sostenido las especias, aparecieron.
Cuatro largos escalones de madera clavados al arbol y la soga que colgaba de la rama desafío, fueron la precaria ayuda para alcanzar su horizonte, solo doce minutos antes de las seis de la tarde. Esta vez no había pasteles de hojaldre, ni leche chocolatada, pero el almíbar se sentía en el pecho, en ese cosquilleo de lo que se espera, rebosa de felicidad y pasa, regalando en esos segundos posteriores, lo que puede denominarse paz.
Y con el reloj rondando las seis, y su alma revitalizada, la hora naranja se presentó y con el, el membrillo, los ojos de su madre y la chocolatada, su padre y las muecas de su hermano. Todo estaba ahí y nuevamente fue jilguero, el nido ya no era el mismo, pero sus alas una vez atrofiadas, hoy volvían a conocer el vuelo.

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